lunes, 30 de diciembre de 2013

En 1955 Rodolfo Bellini era un inquieto pibe de diez años viviendo en un lugar perdido del delta a más de una hora en lancha de la Estación Fluvial de Tigre. Sus principales intereses eran el futbol y unas figuritas de animales que conseguía en los esporadicos viajes de su familia al continente. El 11 de junio no se enteró en lo absoluto de la gran procesión del Corpus Christi convertida en manifestación antiperonista. El 16 al mediodía escuchó por la radio sobre el bombardeo a la Plaza de Mayo y dos cosas lo impresionaron: las caras de espanto de sus padres y la frase “bautismo de fuego”. Efectivamente ese ataque fue el bautismo de fuego de la Aviación Naval Argentina. Pero algo en esas palabras pobló su mente infantil de imágenes difusas en las que el sacramento que había aprendido en catecismo se convertía en un oscuro rito que tal vez explicaba el miedo y el odio que reflejaban todos los adultos ese día. 
Esa misma noche varias iglesias fueron quemadas en la capital. La venganza por el Cristo Vence pintado en los aviones, por los meses de lucha entre el clero y el lider. La Historia se ocuparía de narrar, organizar y analizar estos hechos. También ignoraría que otra capilla fuera de la capital fue destruida hasta los cimientos esa misma madrugada. Por motivos distintos.
El padre Floreal Pardo Galés, español, de modales aristocráticos, poco dado a hablar de sí mismo, daba misa desde hacía poco mas de dos años en una pequeñisima capilla isleña. Nada en él parecía congeniar con ese entorno, incluidos sus fieles, que sólo compartían con el cura la parquedad y la eucaristía. No tardaron en empezar a circular entre los lugareños extrañas historias salidas nadie sabía de dónde. Nada concreto, habladurías de gente aburrida sobre los extraños arreglos de flores silvestres con los que solía decorar el altar. Sobre frases en latín que nadie podía explicar por qué les sonaban distintas a las tantas veces escuchadas. Vagas desconfianzas que tomaron forma cuando durante una misa, a finales del verano de 1955, una compañera de escuela de Guillermo, un poco mayor que él, salió de la capilla luego de comulgar, por motivos desconocidos, y nunca más se supo de ella. En realidad lo último que escucharon todos fue un grito de angustía, seguido de un fuerte chapoteo. Una salmodia en un idioma que no parecía latín, dicha por el sacerdote en un murmullo entrecortado, acompañó a estos sonidos. O los precedió. 
La decisión de dejar de asistir a misa fue unánime. El padre Galés siguió llendo todos los domingos a la isla durante los meses que siguieron a la desaparición. Se quedaba solo en la capilla, y si alguien pasaba por los alrededores podía escucharlo sermoneando para nadie.
Luego de que la capilla fuera quemada, esa madrugada del 17 de junio, no volvió a aparecer por la isla. Todos, incluidos los padres de la nena perdida, sintieron el alivio de quien se libra de una amenaza terrible. Nadie buscó a los culpables del incendio. Nadie volvió a pisar el lugar. 
La vida en el delta siguió su curso, fangoso y lento como siempre. Las historias susurradas dieron paso a un silencio hosco. La Revolución Libertadora asumió el poder arrebatado por la fuerza. Mencionar el nombre del tirano depuesto fue prohibido por ley. Lo innombrable parecía multiplicarse. Algo que el paso del tiempo volvería una costumbre.
Al final, y como siempre, el recuerdo del cura español, o su olvido, fue convertido en un juego de niños. Y su mejor jugador era Guillermo Bellini. Las reglas eran más que simples, y remitían a una clase de desafío que era casi tan antigua como el miedo mismo. Sólo había que esperar a que fuera la medianoche del domingo, juntarse con algunos amigos, ir a las ruinas de la capilla, acercarse a los restos del altar y rescatar una piedrita o algún otro recordatorio.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Los seguidores de la senda calamitosa

           A principios de los años 70, en zona norte del conurbano bonaerense, todos los grupos y clubes literarios tenían nombres más o menos extravagantes, había muchos, estaban los nenúfares que se dedicaban a la poesía en términos de vida o muerte y que la plasmaban con un estilo de graffiti vandálico, estaban los de la ley blanca y el grupo Orion Oviedo que hacían representaciones teatrales y proto-happenings en lugares públicos, obras tan absurdas que desorientaban o provocaban una hosca indiferencia y no lograban el impacto y la ruptura que se habían propuesto en sus respectivos manifiestos, pero también estaban Los seguidores de la senda calamitosa, Rara Avis que no pertenecían exactamente a ninguna de las dos categorías. Ellos se definían como exploradores de los límites de la realidad, y más allá de la pomposidad de tal afirmación, más adelante quedaría demostrado que apostaban fuerte a esa premisa. La senda tenía una fuerte base en la literatura fantástica, pero las sesiones que celebraban no contemplaban demasiado a los escritores célebres, sino que miraban más bien para adentro, se fagocitaban y retroalimentaban con material propio surgido de su propio talento y de diversos experimentos poco ortodoxos. En especial, un juego que llamaban “el perseguido” y que consistía en confabularse contra un miembro del grupo y acosarlo hasta el límite. Esto suponía una diversión malsana para los perseguidores pero además, el perseguido debía llevar una crónica donde detallara sus vivencias. La mayoría de los miembros de la senda eran estudiantes de secundaria de distintos Colegios del Partido de Escobar, pibes de entre 16 y 18 a los que no les interesaba demasiado la militancia política ni los vaivenes de la realidad social de la época, para decirlo mejor, no les interesaba ningún tipo de realidad sino todo lo contrario. De hecho, el grupo había comenzado por iniciativa de uno de los profesores de la tarde. El Pelado Augusto Rossi que daba lengua en cuarto y quinto y que les caía bien a casi todos. El Pelado, había arrancado con esta iniciativa de formar un pequeño taller literario fuera de clases, eligiendo a un puñado de sus alumnos más prometedores, con intención de introducirlos en lecturas no-canónicas, incentivarlos y cebarlos con la escritura, pero sobre todo,  comenzar a formarlos con teoría y preceptos marxistas. Pero el proyecto rápidamente se le fue de las manos y se convirtió en otra cosa. Cuando se quiso acordar, no era el quién dictaba las reglas, no era el quien decidía los tópicos a tratar en las reuniones ni la cantidad de miembros del grupo. Un día, se encontró con que tenía más de treinta pendejos en el living, perfeccionando las reglas de un jueguito enfermo que el no aprobaba ni entendía, discutiendo a Lovecraft y Poe como si fueran héroes Patrios, pero por sobre todo, cagándose soberanamente en la lucha de la clase proletaria contra la maquinaria de la burguesía. Ese día, el pelado Rossi los echó a todos a la mierda de su casa, y se quedó todo el fin de semana encerrado, mascullando lo que había pasado, un poco buscándole el asidero, la punta del ovillo. Hasta que lo encontró. Mejor que se olvidara de volver a formar un taller literario. Era demasiado peligroso. No podía sacarse de la cabeza la sonrisa sobradora del morocho Bastias. Alejandro Bastias, el alumno invisible. El silencioso, que nunca preguntaba nada en clases y parecía estar siempre en otro lado, distraído en las nubes, pero que nunca lo había podido dejar en evidencia, porque cuando se lo interpelaba, el pendejo respondía cortito y al pie. No era ningún boludo el pibe ese, y le costó tiempo al pelado tomarle el ritmo, entenderle el juego. En la clase, los compañeros lo respetaban, estaba lejos de ser el punto pero tampoco se podía decir que lo idolatraran. Pero había pasado algo con este muchacho en los primeros días de clase del año pasado, ¿que había sido?

Había sido a principios de Junio, cuando comenzó a costarle cada vez más salir de la cama y arrancar para el Colegio. A las 6 de la mañana el termómetro caía siempre dos o tres grados bajo cero y la casa se volvía inhóspita. Vestirse era lo que más le costaba, a veces pensaba que se levantaba obligado por las ganas de orinar, entonces aprovechaba el impulso y se ponía de manera mecánica, pantalón de vestir, camisa, zapatos. En esos minutos, los sonidos reverberaban por la casa y su angustia crecía en su pecho sin que pudiera remediarlo. Había que cumplir con los rituales cotidianos, no había otro conjuro por el momento. Poner agua en la pava y sentarse a esperar que sus ideas se acomodaran lentamente, pensar en lo mucho que le costaba entrar en calor por más que prendiera la estufa de cuarzo y se la pusiera abajo de la mesa. El frío estaba afuera, pero principalmente adentro, adentro era un frío de huesos viejos y cansados, de corazón desganado y seco. Después, se tomaba unos mates con desgano y rumiaba los detalles de su reciente separación. El otro ritual matutino. Con la vista clavada en la ventana, en el patio blanco donde la helada resistía los primeros rayos de sol, el pelado Rossi pensaba en Laura.y se hacía preguntas que acaso no lograría esclararecer con equidad en el corto plazo. No era de los que caían en la auto compasión, tampoco tenía verdaderos amigos en los que pudiera descargar su tristeza. La historia breve de su matrimonio, se la contaba a si mismo por capítulos, cada mañana. 
Laura lo había dejado, para irse con otro. Un colega de la oficina, un fulano más joven que ella y que la había flechado. Eso era un hecho. Sonaba bastante tremendo dicho en  palabras, pero no era el epílogo lo que lo atormentaba, sino las causas que lo habían ocasionado. El meollo estaba ahí, en lo cotidiano, en los días de aparente tranquilidad, cuando los engranajes que unían sus vidas, de manera paulatina, habían comenzado a gastarse. Como un sabueso, mañana tras mañana, mientras recorría sin apuro las quince cuadras que separaban su casa del colegio, el pelado fue desentrañando que había sido él quien propiciara la ruptura, en mayor medida él con su depresión ladina e insidiosa, que no terminaba de asomar pero que actuaba como un veneno, un germen del egoísmo más ingrato, donde el amor de Laura no había logrado anidar.
Saber esto, no lo sorprendió. Pero fue en cierto modo, un alivio.
De la puerta del colegio para adentro, se acababa la circunspección y el ejercía su profesión con soltura y energía.
Esa mañana, como parte de un ejercicio de investigación, pero también como experimento secreto, el pelado Rossi les encargó a sus alumnos que trabajaran sobre unos textos de un famoso ocultista Francés llamado André Le Cheux... 





El Pelado recordaba algo relacionado con un trabajo práctico que hablaba de la hipnosis, pero no podía precisar que era. Seguro que Bastias estaba involucrado. Como podía ser que no se acordase. Miró el reloj y eran las seis menos cuarto. Que raro pensó. Las seis menos cuarto y afuera ya es de noche, en Octubre. De noche. Se levantó de la mesa y se dirigió al cuarto de baño. Agarró una hojita de afeitar del botiquín y volvió al comedor. Dejó la gillette encima de unos cuadernos y se asomó por la ventana. Sobre el patio del frente, la calle estaba desierta, no se oía nada más que algún ladrido a la distancia. Entre las nubes, una uña luminosa brillaba como un gancho. Su mente rodaba de un lugar a otro pero cada vez le costaba más encontrar asidero. Alejandro Bastias repitió en voz baja.
Volvió al comedor y se sentó en la mesa. La heladera zumbó ruidosamente y el sonido le recordó al motor de un viejo ventilador en la pensión de la calle Irigoyen cuando todavía era un estudiante.
Tomó un bolígrafo y escribió algunas palabras en el papel. Luego lo dobló con ceremonia y lo introdujo en un sobre.
La ultima frase que había escrito le quedó picando, decía en imprenta. ...ya que mi vida carece de sentido, y todo lo demás se ha ido con el cuento, que puede importarme ahora.
Sostuvo la hojita de afeitar muy cerca de su muñeca izquierda, el pulgar y el índice muy apretados sobre la delgada lámina.
Y entonces la heladera dejó de zumbar y el Pelado despertó como de un sueño. Parpadeó y le costó entender lo que estaba haciendo, pero cuando lo hizo pegó un grito y arrojó la gillete con un gesto de repugnancia.
Corrió hacia el baño y vomitó. Estuvo un largo rato allí, cagado en las patas por la locura que había estado a punto de perpetrar. Se lavó la cara con agua fría y se miró al espejo. Su cara lucía pálida y demacrada, con pronunciadas ojeras y un rictus en la boca que no le gustó.
De donde había venido eso?
Lo ultimo que recordaba era haber estado pensando en...
....


martes, 12 de noviembre de 2013

         Que curioso como surgen las historias. No me refiero a cualquier tipo de historia sino a las que realmente cuentan. Esas que son como bisagras en la vida de las personas. A esas me refiero, esas guachas que son tan difíciles de hallar.
Llegan, por lo general, cuando uno está con la guardia baja, espera...ndo lo de siempre, un chicle sin sabor, una sopita tibia, un bolo predecible como la cara aburrida de Pipo Mancera, y no una trompada en la mandíbula que nos dejará grogui babeando en la lona.
Para mi, que me aficioné a cazarlas, siempre fueron un placer indescriptible, como un muerto de frío cuando oye un crepitar de ramitas ardiendo. Frente a una buena historia, mi mente se mueve hacia un lugar extraño, raramente accesible. Un fogonazo en pleno día tan intenso que desdobla las sombras y hace que los objetos muestren su verdadero rostro por unos instantes.
        Así me siento, como un explorador que ha encontrado una pieza única, frágil y mágica al mismo tiempo. Después está el otro lado, el lado del azar, porque claro, que alguien te elija a vos y no a otro, que te destinen como recipiente, decime si eso no es un privilegio. No digo que uno no tenga sus méritos. Uno, por supuesto, los tiene. Uno es todo oídos, literalmente, porque saber escuchar es un arte. No hablo de ser un receptor pasivo. Que pasivo ni que mierda. Para que una historia nazca, hay que saber escucharla. A veces hay que alentarla desde el lado del silencio, otras, con poquitas palabras bien elegidas, casi susurros, casi conjuros. Porque las historias pueden ser tímidas, se asoman como un ciervo y luego corren a esconderse. A veces, arrancan con fuerza y se van apagando, en lugar de desencadenarse se mueren en la boca de quien las cuenta.
         Yo creo que es la propia memoria quien se opone a que fluyan, las acalla como un carcelero, traicionando y enredando a sus interlocutores. No siempre, pero hay ocasiones en que la memoria no quiere que las historias circulen. Porque la memoria sabe que si la historia es buena, una vez que se cuente correrá como un reguero de pólvora, dejará de pertenecerle, será de otros y se irá esfumando, de boca en boca y de memoria en memoria, los detalles valiosos serán retorcidos sin piedad, lo trivial envilecerá lo glorioso, y finalmente, esa verdad de cuento de hadas, será como si nunca hubiera existido.


         


El cambio tiene sus argucias para pasar desapercibido. O simplemente para faltar sin aviso. Por uno u otro motivo, los habitantes de Villa La Ñata podían afirmar, sin temor a las represalias de Heráclito, que se bañaban siempre en el mismo río. Aunque nunca faltaba, especialmente cada verano, especialmente forasteros, quienes se bañaban por última vez. La Ñata, y su vecino de la orilla opuesta: Dique Luján, tenían una larga tradición de ahogados traicionados por camalotes y remolinos.
En la figura de Stein convergen dos historias: la heroica y breve carrera de militancia y un salvaje chiste post mortem.
Los tres parroquianos, tres grises vidas proletarias, tomaban cerveza o vino en una mesa de la parrilla del Colorado, bien junto al río. Una noche cualquiera, pero, con la quincena recién cobrada en los bolsillos, con el aire húmedo y fragante de noviembre, las risas degeneraron en ansias de algo. La sorda necesidad de que algo pase. Aunque no podía ser sólo eso. La insatisfacción no era un juguete que manipularan cada primavera. Puede que fuera la noche la que tenía ganas de divertirse. Puede que fuera Heráclito buscando venganza.
Y entonces Stein apareció flotando río abajo, hinchado y mordisqueado por los surubíes. Con su ropa de combate y una 9 mm todavía en la cintura.
El cuerpo encalló entre los juncos a un par de metros de la mesa llena de botellas y de las voces retumbando en los sauces. Más tarde, ninguno de los tres pudo asegurar quién lo vio primero. Ni de quién fue la idea. Para cuando se dieron cuenta, ya lo habían sacado del agua y lo habían sentado en la cuarta silla de caña y mimbre. Una cuenca vacía y un ojo mirando hacía la parrilla del otro lado de la calle. La decisión natural, antes de que prevalecieran la razón o el asco, fue pedir otra ronda.
El Colorado, curtido en gritos y borrachos, llevó las bebidas con su mejor cara de desinterés. Las dejó en la mesa, las destapó, y giró para irse con su bandeja bajo el brazo sin siquiera llevarse los envases vacios. Sin prestar ninguna atención a las tres miradas de jocoso espanto.
-¡Che, Colorado, mirá cómo lo dejó a este tu vino de mierda!
Mientras se daba vuelta para encarar al humorista de siempre, las respuestas automáticas adecuadas para la situación se agolparon en su memoria. Después de todo, el Colorado era un comerciante, e intercalaba su habitual parquedad con una módica simpatia más afín al negocio.
Y lo vio. Un ojo lechoso y una cuenca vacía lo miraban. Una lengua azul e hinchada asomaba entre unos dientes casi fosforescentes. Ya no vio más. Mientras el Colorado abría y cerraba la boca, mientras dejaba caer la bandeja, el miedo se rindió ante una obsesión instantánea: “necesito la escopeta para matar a ese ahogado hijo de puta”. Se dio vuelta para entrar a la parrilla. Se tropezó con los escalones que llevaban a la casa de alto. Se acercó al mueblecito donde guardaba la escopeta y un 38 smith & wesson, ambos herencia de su padre polaco. El mundo tal como lo conocía dejó de existir. El grito, afinado y un poco sobreactuado, como de opera amateur, despertó a su mujer, que lo encontró arrodillado y aferrado al revolver que apoyaba en su cien derecha. Afuera, tres borrachos reían con la risa forzada de los que se saben condenados.
Nadie murió esa noche. Ni la siguiente. Al tercer día Stein no se levantó de entre los muertos. Al cuarto día la policía pudo identificarlo. Y empezaron las sorpresas. Uno de los bromistas, Elvio Salgari, trabajaba como armador en el mismo astillero que el ahogado. O para más detalles, mientras Salgari trabajaba en el astillero hacía casi cinco años, Stein había entrado hacía unos meses como ayudante en plan de proletarización. Sea como sea, a la policía le encantan las coincidencias. Al quinto día Salgari salío de su casa hacia el trabajo. Nunca llegó al astillero y nadie supo de él hasta mucho después. Aunque para muchos hubiese sido preferible no volver a verlo. Y nadie estaba preparado para escuchar lo que tenía para contar.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Historia de Elvio


             Lo único que vibraba en las tres dimensiones era el miedo. El miedo estaba adentro y afuera, y en cada centímetro cuadrado de la piel, pero también se derramaba por los ladrillos huecos blanqueados a la cal y desde la lamparita rancia del pasillo. En esa penumbra patética, en ese resplandor raro que percibía con los ojos hinchados, todo era miedo puro y simple.
A veces sonreía con cara amarga porque acordarse de como era estar suelto era peor. Ese “como” había cobrado tanto significado que lo lastimaba como suelen hacer las obsesiones más rabiosas. Adentro, en cambio, era diferente. Las cosas que pasaban, las que le pasaban a él, no podían medirse en días sino en tramos, en episodios, en trancos. Lo que oía, las palabras que cruzaba, las cosas que le hacían...en fin. En esas circunstancias lo que creía decir a veces, o callarse, no podían medirse en términos muy concretos.
No era algo para detenerse a meditar, la verdad, o se te saltaban todos los resortes. Esa brea, digo. Había que atravesarla, como en una pesadilla, traqueteando y a los tirones, como fuera, la cabeza bailaba y pegaba saltos, algo adentro se rompía, cada vez. Parecía mentira que algo adentro se siguiera rompiendo ¿Cómo se puede volver a romper algo que ya está hecho añicos? No sé. Pero a pesar de todo, durante ese infierno, la memoria y el delirio jugueteaban.
          Costaba mucho determinar si su situación estaba empeorando o no. Le daba por pensar que tal vez su cuerpo se iba adaptando poco a poco al maltrato y entonces, por más daño que le hicieran… pero era una idea horrible. ¿En que lo convertía eso? Por enésima vez se gritó que basta. Basta de darle vueltas y vueltas.
Como había descubierto en una de sus primeras sesiones, los mantras, a veces, funcionaban y se dedicó a ello.
Me llamo Elvio, se dijo.
Me llamo Elvio, me llamo Elvio. Dije.
Mi voz sonaba hueca y desagradable dentro de mi cabeza. ¿Si intentara pronunciar realmente esas palabras, como sonarían?. Diez veces peor, seguro, y además los labios estaban muy lastimados. Así que Elvio, callate.
Como si quisiera venir a darme un poco de alivio, me cayó delante de los ojos, una serie de postales de esa tarde que pasé en la Quinta de Junín con Silvita. Respiré profundo y suspiré.
Silvita, como te extraño querida. Teníamos ¿cuanto? ¿Catorce, quince años?
Me fui pasando, como si fueran diapositivas, un montón de imágenes congeladas en la misma luz del otoño. No sé porque el recuerdo me vino así, sin sonidos ni movimiento, pero no indagué demasiado. A caballo regalado, dicen…
Silvita apoyada con la espalda contra el tronco del enorme Eucalipto, los ojos entrecerrados y haciendo visera con la mano. No me mira a mi sino al corral que está al costado de la casa. Tiene la boca torcida para un lado, ese gesto tan suyo que yo nunca supe si era de disgusto o de concentración. En la mejilla izquierda se le nota todavía el surco que le dejó la gata cachorra de Doña Inés cuando la quiso meter en la bolsa de arpillera.
Mi mano sobre el pecho blanco y diminuto, una curva delicada entre los pliegues de su camisa. Las pupilas dilatas por el sofocón, o por temor a ser descubiertos. Otra mano enredada en los bucles rojos. Más atrás, repisas con olor a  viejo, latas de conserva, rollos de cuerda, bolsas de papel, diarios apilados, herramientas, frascos de aceitunas vacíos, una telaraña flotando en la luz polvorienta del galpón como si fuera la cosa más liviana creada sobre la faz de la tierra.
Don Carlos enseñándole a Silvita a jugar al truco, es un viejo gordo y desagradable, siempre transpirado, en la frente se le forman gotitas de sudor aunque sea de noche y esté fresco, mi prima dice que eso es porque chupa todo el día. Cuando lo miro a Don Carlos al lado de Silvita, tan cerca, en la mesa del Club, me agarran ganas de partirle algo en la cabeza. Que gordo desagradable, parece un sapo ahí sentado, parece que la camisa se le fuera a reventar de tan gordo. Y Silvita le sonríe encima. Me parte el corazón que le sonría de esa manera al viejo… Un poco me odio a mi mismo por ser tan cobarde. Un poco la odio a ella, no por estar jugando al truco con Don Carlos, sino por ignorarme así, luego de haber estado juntos.
Las palabras más crueles, me las diría ese mismo día, al final de la tarde. Yo la dejé hablar. No supe que contestarle. Todavía hoy no lo sé.
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( Borrador )

        Silvita se esfuma ahora, es un fantasma y debe irse, por supuesto. Pero no se va con la luz como la mayoría de los fantasmas, ella se va con la oscuridad de afuera que invade los sentidos y apaga la calidez de los recuerdos. Mi corazón se olvida de sus formas, de su voz. Y recobro el presente como una broma de mal gusto, un regalo horrible que quisiera dárselo a otro.
Escucho las voces que vienen del pasillo y mi pecho se encoge. Otra vez el miedo. Ya pasé muchas veces por ésto y aún así no logro sosegarme, quizás más tarde, mientras soy sometido por esas bestias que tanto me odian, una parte mía se irá muy lejos, y la otra, la que quede, gritará y llorará entre jadeos, pero con suerte, muy en el fuero interno, algo de calma quedará.
Lo más difícil son estos momentos previos, la anticipación de los hechos, donde mi cabeza se dice mentiras como que a lo mejor no me vengan a buscar a mi, sino al rubio que está al final del pasillo. Pero que digo. Pobre gringo, que culpa habrá tenido. Lo pasaron a mejor vida la otra noche, y no de buena manera a juzgar por los gritos. Entonces basta. Soy el último que queda. Asi que a ponerle nombre a esta baba invisible que me envuelve, y a prepararme cobijo por dentro. Debo repetirme que soy Elvio. Soy Elvio y tuve una vida ahí afuera, en el mundo real, donde todavía deben cantan los pájaros.

      Cuando aparecieron en la puerta del calabozo, me quedé mirandolos con la boca abierta.  Claramente no era lo que espera ver. Hacía dos semanas que me habían sacado la venda y no hizo falta que dijesen nada para que yo entendiera. Si podía verles la jeta, no podría ver nunca más nada. Y en esta jaula que te saquen la esperanza es terrible, es como si te violaran el alma. A partir de ahí ya no pude tener nada más que el tiempo del lado de acá, los minutos podridos y pegajosos sin ningún propósito. Los ojos destapados para verlos a ellos, a sus caras y sus muecas como delineadas por un artista torpe. Para soñar con ellos con los ojos cerrados tambien.
Es sabido que un prisionero comienza a autoflagelarse cuando se dan las condiciones. Es cuestión de método y tiempo. A ellos todo esto les encanta.
       
       Pero en vez de los tres rostros de siempre, solo estaba uno, el gordo morocho que me hablaba en voz baja y simulaba ser un amigo, el que hacía un gesto con la mano para que los otros dos aflojaran y me pedía nombres y lugares, nombre y fechas, nombres y más nombres.
Junto a él había dos figuras vestidas con tunicas oscuras y capuchas que no dejaban ver los rostros. Uno de ellos traía un cirio pascual de color naranja, adornado con símbolos y cintas, el otro, sostenía un rosario profano, la cruz era de oro rojizo y de ella colgaba un cristo con cabeza de rata, las cuentas estaban confeccionadas con molares ensangrentados.
Al ver esto, me acurruqué en el extremo opuesto de mi celda y abracé mis piernas. No podia dejar de  temblar. Este era un miedo nuevo, en otro nivel. Confirmaba los rumores que había oído cuando me tenían detenido en la taquería del puerto. Si te llevan a los galpones de Dique, mejor que te mates antes. Me había dicho una voz. Y yo giré la cabeza asustado. Eramos como veinte en una habitacion de cuatro por cuatro, todos encapuchados y cagados en las patas. Si te llevan a La Isla más vale que busques la manera de suicidarte. Repitió más cerca de mi oído. Lo que hacen ahí es aberrante. Mi amigo estuvo y me lo contó. Me lo contó todo. Siempre dejan a uno vivo para que después se corra la bola. Pero escuchame, eso, quedar así... no es vida... Y la voz continuó hablando en susurros, en apariencia solo para mi, pero yo sabía que todos los presentes tambien escuchaban.

             Abren la celda y entran. Oigo las pisadas gomosas en el suelo de cemento húmedo. Por más que aprete los párpados, la imagen del rosario ensangrentado baila en mi cabeza.
No quiero abrir los ojos.
El gordo está parado enfrente mío, los otros dos, un poco más atras. No los veo pero lo adivino. Siento el aliento caliente del milico a centímetros de mi cara.
Abrí los ojos, turrito. Dice el gordo. Te vamos a llevar a un lugar.
No. Digo, casi en un susurro.
Si. Te vamos a mostrar algo especial. Dice el Gordo.
Siento que me pasan un lazo por el cuello y aprietan. Por puro instinto me resisto, pero el Gordo me golpea duro en la boca del estómago. Se me aflojan las piernas y quedo a su merced. Los dejo hacer. Me atan también las manos y me sacan de la celda a los tirones.
El Gordo camina adelante, va silbando y dándome la espalda. Sabe que estoy doblegado y no se preocupa por mi. Detrás mío, vienen los otros dos. Cantan a coro un salmo en alguna lengua extranjera, no latín sino tal vez, ruso, y pronuncian ciertas palabras de manera obsena. Su salmodia hace que se me pongan los pelos de punta. Me concentro en poner un pie detrás del otro para no perder el equilibrio. Mi vista está clavada en la culata de la pistola del Gordo. Pero mis pensamientos vuelan y se entrechocan como una mosca contra el vidrio de una ventana.
Pasamos por el pasillo y logro ver las celdas vacías. Un tufo a orines y vómito nos acecha antes de llegar a la escalera.
Subimos peldaño por peldaño, el Gordo no mira para atrás pero le da tirones a la soga para calcular mi posición.
Arriba, salimos a la superficie de lo que parece un hangar enorme. Las penumbras no me permiten entender las dimensiones de la estructura, pero me hago una rápida idea de una fábrica o galpón militar semi abandonado. No se ven otras personas ni vehículos en las inmediaciones. Nuestras pisadas retumban en el espacio abierto, el suelo está agrietado y puñados de hierbajos crecen aquí y allá entre montones de chatarra y bultos que no logro descifrar. En lo alto, a través del esqueleto de vigas que alguna vez fue el cielo raso, se divisa la luna llena flanqueada por nubes densas y oscuras. En fila india, atravesamos el recinto y salimos. Es una noche fresca y llena de sonidos. A mi alrededor solo veo pastizales y plantas trepadoras enredadas en los árboles,  más atrás, asoman las siluetas de las casuarinas. No veo nada que me ayude a determinar exactamente donde estoy, aunque lo sospecho. En mi imaginación, va cobrando vida de manera nítida, lo que hasta este momento había mantenido a raya diciéndome que era improbable, lo que me había susurrado alguien en la celda tiempo atrás, y se había quedado dentro mío como un veneno, lo de los muertos dorados. En medio del pandemónium que son mis emociones, no sé cómo lidiar con eso.
           Mientras soy conducido, los latidos de mi corazón golpean en las sienes, el miedo que siempre me domina no ha cedido terreno, sin embargo, esta vez ya no es una bruma paralizante sino un vértigo en la boca del estómago. Caminamos por un sendero de tierra húmeda y nos vamos internando en la espesura del monte, el camino continua más o menos en línea recta junto a una hilera despareja de sauces y matas de espinos ensortijados. Cada diez o quince metros un farol alumbra el camino, el haz de luz oscila suavemente y provoca que las sombras se agazapen y salten de un lado a otro. 
Procuro enderezar mis hombros, caminar menos encorvado, una pequeña concesión que le pido a mi cuerpo para que la brea no me ahogue, para plantarle cara a lo que me espera.
Por delante, el Gordo da suaves tirones a la soga y avanza sin voltearse, pero algo en su postura ha cambiado también, sus movimientos son ahora rígidos y ya no silba. Detrás de mí, vienen los otros, encapuchados, envueltos en una sombra más densa. No quiero preguntarme quienes son, y mucho menos en que piensan.  
La solemne procesión que confomamos se adentra en la arboleda sin emitir palabra. Solo oÍmos el sonido pegajoso de nuestras pisadas en el barro, el canto de los grillos y el ocasional ulular de las aves nocturnas.
Continuamos por un terraplén tosco y apenas elevado, el suelo está invadido por raíces y ramas que lo vuelven difícil de andar, además, los faroles escasean en esta parte y la oscuridad nos juega bromas.Tropiezo varias veces, pero no caigo. La marcha se hace engorrosa para todos durante este trecho, el gordo tropieza también y se le escapa una puteada, tiene la espalda transpirada y respira con dificultad, pero parece obstinado en seguir adelante y librarse de la carga.
 A la media hora de marcha, el terreno se vuelve más prolijo y pisamos en firme, en un recodo despejado, me sorprende ver el lomo oscuro del río, el agua mansa donde la luna dibuja arabescos. Por su anchura, no es un río sino un canal apenas más ancho que un zanjón, de esos que entretejen el mapa de la Isla por mil partes. Sin embargo, la visión del agua me reconforta, me trae un alivio inesperado que me provoca lágrimas. Pienso en cosas familiares, territorios aprendidos de memoria desde la infancia, pienso que aunque no sepa donde estoy, conozco la fisonomía de la Isla como un patio de recreos, su textura, su color, sus ritmos. Con éstas ideas cálidas en la cabeza, intento sanar mi mente, y pierdo la noción del tiempo, la marcha continúa sin que yo repare demasiado en nada.
Mis pensamientos van saltando de un lado al otro, pero algo me devuelve a la realidad. De pronto, tengo la certeza de que ya no tendré otra oportunidad como esta. Mi captor está visiblemente agotado, y se ha detenido a recobrar el aliento. Resuella con las dos manos apoyadas en las rodillas y me mira sin prestarme atención, sus mejillas están enrojecidas y sus fosas nasales dilatadas. Cuando se recobra, busca en el bolsillo de su camisa y saca un paquete de cigarrillos. Por un segundo, mientras enciende el cigarro, el extremo de la soga cae de su mano y queda en el suelo. Mi mente trabaja con velocidad. Por el rabillo del ojo veo a los otros dos, están inmóviles, mantienen las manos juntas y la cabeza gacha como si rezaran. Calculo que no podrían perseguirme entre la maleza, no con esas túnicas, y además, el factor sorpresa estaría a mi favor. La visión del canal y las curvas del terraplén me han dado cierta orientación acerca de los bordes del terreno y en este caso, sé que llegar hasta el agua pudiera ser mi salvoconducto. En el peor de los casos, un tiro por la espalda marcaría el final de la partida y yo prefería que fuera así y no de la otra manera.
Sin pensarlo más, hago mi jugada. Mis piernas se preparan y se flexionan, giro el torso y comienzo a correr hacia la parte más espesa del monte. Todo esto dura menos que dos segundos, pero en mi cabeza, existe una espantosa sensación de que todo transcurre en cámara lenta. Alcanzo a ver la expresión del gordo, una mueca porcina de sorpresa y odio, se estira para alcanzar el extremo de la soga pero el extremo de la soga ya no está ahí, de modo que cae de rodillas y se queda berreando con la cara enrojecida ¡hiiiiiiiiijo deee puuuuuuutaaa!
Tambien en cámara lenta, paso cerca de los dos encapuchados, uno de ellos me mira fijamente y alcanzo a ver, por primera vez, parte de su rostro, un rostro pálido y delgado, y suspendida en esa luz blanca de la piel, la sonrisa negra y llena de dientes podridos.

El otro, el del rosario profano, saca del interior de su túnica un objeto que por un momento confundo con un arma, pero es algo que se lleva a la boca, una boca similar a la de su compañero, sopla un horrible sonido en una ocarina color hueso.
No veo más, me zambullo entre los árboles y pego zancadas como si fuera un conejo encabritado, ahora el tiempo a saltado de sus goznes, la cámara lenta se acelera, se detiene, vuelve a arrancar. Un balazo silba a centímetros de mi oreja y arranca un pedazo de corteza de un  álamo, luego escucho dos tiros más pero pasan muy por encima, me muevo en zig zag y salto un tronco caído con agilidad. Tengo las manos atadas por delante, y el movimiento me provoca un dolor terrible en los hombros, pero no dejo de correr. Mis ojos parecen haberse adaptado a la oscuridad, alcanzo a divisar árboles y follajes que debo esquivar, me agacho frente a una maraña de zarzas y me meto de cabeza en un agujero de nutria, las espinas me arañan la cara, me desgarran la camisa pero no me detengo. Al otro lado del macizo de zarzas,  el monte me da señales para elegir un camino sutil, casi invisible, y yo lo aprovecho, corro a través de el con toda la fuerza de la que soy capaz. Un pánico ciego me envuelve como un manto, todo el tiempo creo sentir pisadas detrás mío, manos que me toman del cuello, garras que me aprisionan los pies. No me imagino al Gordo persiguiéndome pero si a los otros dos, a esos si los tengo en la cabeza, y todas las historias que he oído y que se han nutrido de mi imaginación estando en cautiverio, ahora me persiguen como una jauría de bestias, en esta carrera en la oscuridad.
Tropiezo con el terraplén y caigo de cabeza, estrepitosamente. Escupo tierra. Me incorporo y giro mi cabeza hacia ambas direcciones del camino. Mis latidos son como una metralla. Nadie a la vista, pero no logro quitarme de encima la sensación de acecho. Me concedo tres segundos para respirar. Seis segundos. Nueve. No hay nadie en el camino. Nadie.
A unos cincuenta metros, se vislumbra el resplandor de una farola. Me pongo en movimiento otra vez, primero al trote, luego cuando quiebro el miedo,  mis pisadas vuelan sobre el suelo.
Paso por la zona alumbrada como una exhalación. Sé que a menos de cien metros está el recodo, y más allá el canal. El agua, el brazo pequeño del río. Sé que si llego al agua estoy salvado. 
Entonces vuelvo a escuchar el sonido de la ocarina y el pecho se me comprime. Es un sonido lejano pero rebota por todos los rincones de la isla. No puedo dejar de correr, sollozando, casi a punto de enloquecer. Me acerco al borde del agua. Me digo que faltan solo veinte metros, quince.
Desde la orilla del canal se oye un chapoteo. Tres formas vagamente humanas surgen del agua y trepan por las raíces. Sus cuerpos están hinchados y sus miembros lucen viscosos y resbaladizos como babosas. Tienen agujeros en vez de boca, y los ojos saltones y velados por membranas. Sus pieles son como las barrigas de algunos peces, blancas, cremosas, nauseabundas.
Me detengo a mitad de mi carrera. Las piernas ya no me responden y caigo de rodillas,
Los ahogados se arrastran hasta mi. Están desnudos y entre ellos, reconozco la forma de una mujer.
Se acercan y comienzo a olerlos, a escuchar los sonidos que emiten, a ver lo que dicen sus ojos. Y comienzo a gritar. Es el grito que nunca lograré callar. Ni aunque me arranquen la lengua y las cuerdas vocales. Ni aunque despierte de una pesadilla o esté definitivamente muerto, en mi espacio de conciencia interior, este es el grito durará para siempre.
La cosa sin nombre que antes fue una mujer se arroja encima mío. Los otros dos, me sostienen los brazos y las piernas. Y cuando ya no puedo abrir más la boca para que salga mi horror, una lengua podrida ahoga mi respiración.

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